Frente al populismo, mejores empleos.

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¿Qué podrían tener en común el éxito electoral de Donald Trump, la salida del Reino Unido de la Unión Europea y el auge de Marine Le Pen en Francia? ¿Existe algún paralelismo con el resto de populismos que se están abriendo paso en nuestras sociedades?

En el año 2002, en su libro “El malestar en la globalización” Joseph Stiglitz afirmó que a pesar de que la integración de las economías nacionales en el mercado internacional había impulsado el crecimiento y reducido los niveles de pobreza, una inadecuada gobernanza de la mundialización estaba incrementando las brechas de desigualdad, definiéndola como “un germen creciente de malestar que terminará siendo enfermedad si no se cura”.

Efectivamente, con la apertura de los mercados internacionales, las posibilidades de negocio se multiplicaron pero también la presión ante una competencia global que, en gran parte del mundo desarrollado, contuvo los salarios de la clase trabajadora como el instrumento más rápido de controlar los costes de producción.

Así, desde principios de los años 2000, las economías europeas han estado inmersas en una política de moderación salarial que ha mermado el poder adquisitivo de los trabajadores disminuyendo, a su vez, el peso relativo de las rentas del trabajo en el reparto de la riqueza. Por ejemplo, durante la década de los 2000, mientras que los salarios reales (el valor de los salarios una vez descontado el impacto de la inflación) acumularon un aumento del 4%, el incremento del PIB per cápita se incrementaba a un ritmo tres veces superior.

Pero ha sido la gestión de la crisis la que ha profundizado en todas las heridas causadas por la globalización, regando el germen del populismo. Especialmente durante la etapa de recuperación en la que las clases medias y trabajadoras no terminan de beneficiarse de la mejora de los indicadores macroeconómicos.

No es casualidad que las diez regiones más industrializadas del Reino Unido hayan votado -con más de un 60% de media- abandonar la Unión Europea en el referéndum de Junio. Desde que en su Congreso del 2010 el UKIP (el partido promotor del Brexit) centrara en la integración europea y en la inmigración las causas del empeoramiento de las condiciones laborales de los británicos, los resultados electorales de esta formación no pararon de incrementarse. En las elecciones europeas de 2014 fueron el primer partido del Reino Unido con 24 escaños.

Tampoco es coincidencia que Marine Le Pen encuentre la misma base de apoyo social. Hace unos meses el “Financial Times” se hacía eco del éxito del partido ultraderechista gracias a la movilización de los obreros decepcionados con una Europa que no les protege frente a la globalización y la inmigración. Con este discurso el Frente Nacional gobierna desde marzo de 2014 en Hayange -una población basada en la industria siderúrgica- y obtuvo más del 40% de los sufragios en Hauts de France -una antigua región minera- en las elecciones del año pasado.

La estrategia hacia la Casa Blanca de Donald Trump ha tenido mimbres similares. En el trasfondo de la paralización de los acuerdos comerciales de Obama o la expulsión de millones de inmigrantes ilegales está el empeoramiento de las condiciones laborales y la quiebra del empleo como motor del ascensor social. En el corazón de la industria del automóvil -en Elkhart (Indiana)- a pesar de que el desempleo se ha reducido desde el 19,6% en 2009 hasta el 4,1% actual, Donald Trump ha conseguido el 64% de los sufragios. En el hecho de que la hora de trabajo se valore, de media, nueve dólares menos que antes de la crisis se explica, seguramente, gran parte de este resultado.

Existe una relación inversamente proporcional entre el deterioro de las condiciones de trabajo y el aumento de los populismos y los extremismos. Si lo analizamos bien, tanto el proteccionismo que emerge en las opiniones públicas occidentales rechazando los acuerdos comerciales como el elemento político más visible de la globalización, como las tentaciones nacionalistas que se agrupan en torno al euroescepticismo, así como la xenofobia en la que se apoyan algunos partidos políticos para rechazar cualquier tipo de solución solidaria con respecto a la crisis de refugiados, se basan en la parálisis de una ciudadanía golpeada por el miedo a un futuro lleno de incertidumbres y de falta de perspectivas.

La Unión Europea debe combatir el populismo con una agenda centrada en incrementar los niveles de cohesión social rompiendo con la concentración que, a costa de las clases medias, se ha producido en los niveles de renta más altos y más bajos de nuestras sociedades. Un informe de 2015 de la OCDE advertía de que la suma del empeoramiento de las condiciones laborales y el deterioro de los sistemas de redistribución a través del gasto social había multiplicado las brechas preexistentes entre el 10% que más y menos tiene en el conjunto de la Unión Europea. En algunos países, como España, esa brecha se había multiplicado por siete durante la crisis.

En este contexto es necesario redefinir las condiciones laborales en una realidad económica cambiante como consecuencia de la digitalización, avanzando hacia una mayor integración de los mercados de trabajo para hacerlos más inclusivos y más justos. No tiene ningún sentido compartir, gracias al mercado único europeo, uno de los mayores espacios de libre comercio del mundo manteniendo los niveles de divergencias socio-laborales existentes, especialmente en lo referente a las remuneraciones salariales.

En los últimos seis años la brecha entre los salarios más bajos y más altos en la Unión Europea se ha agrandado, hasta tal punto, que es la mayor diferencia de los últimos treinta, siendo consecuencia también, y en gran parte, de la pérdida de la capacidad de negociación colectiva de los trabajadores tras la nueva oleada de reformas laborales. En ese deterioro de la capacidad de interlocución -especialmente a nivel de empresa- podemos encontrar una de las causas que explican que, en la última década, mientras que las remuneraciones más altas incrementaron un 16% su poder adquisitivo, los salarios más bajos lo vieron disminuido en un 23% en el mismo periodo.

Además, el hecho de que los beneficios empresariales hayan recuperado los niveles previos a la recesión mientras que el conjunto de la masa salarial siga estando muy por debajo de los mismos, no hace sino incrementar el sentimiento de una crisis que se cebó con los trabajadores más débiles, ahondando en los sentimientos de un sistema injusto que, a su vez, se convierte en la tierra fértil en la que siembran los populistas.

El mejor antídoto contra el populismo emergente es redefinir el pacto social recuperando la calidad del empleo y la dignidad de su remuneración como la piedra angular de un modelo capaz de reducir la desigualdad. Y lo podemos hacer con la construcción de un pilar de derechos sociales que, en el marco de la unión económica y monetaria, complemente la gobernanza del euro aumentando su dimensión social.

Un pilar social con el que se garantice un conjunto básico de derechos elegibles homologando, al alza, a los distintos mercados laborales europeos respecto a la igualdad, la conciliación con la vida privada, la protección, los tiempos de trabajo, la negociación y las acciones colectivas, estableciendo un mínimo común denominador aplicable al conjunto de los trabajadores, incluidos aquellos que ejercen formas atípicas de empleo.

También con respecto a los salarios. La aprobación, en la zona euro, de un marco de salarios mínimos permitiría eliminar la pobreza laboral, limitaría la competencia a la baja en los costes salariales, a la vez que impulsaría el desarrollo económico. No estamos hablando de un salario único para toda Europa sino de la elaboración de unos umbrales nacionales con el objetivo de alcanzar, al menos en cada Estado miembro, el 60% del salario medio correspondiente.

Porque si los salarios son esenciales tanto por la importancia de la demanda interna en la economía europea como por el peso que representan las rentas de trabajo en el sustento de nuestro estado del bienestar, los salarios mínimos son, además, una herramienta esencial para establecer una referencia clara en la valoración económica del conjunto de las actividades productivas.

La receta es clara, frente a los populismos, mejores empleos. Porque el empleo -y su calidad- es más que un derecho fundamental reconocido en nuestras normas. Es el cordón umbilical por el que los ciudadanos se sienten parte o no de una sociedad.

De nuestra historia hemos aprendido que en las salidas de las crisis se producen los mayores índices de desigualdad y que, en numerosas ocasiones, van acompañados de rupturas. Las páginas de este capítulo de la historia aún se están escribiendo y el final aún depende de nosotros.

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Sergio Gutiérrez